Referencia: De Paz Sánchez, M & Haidar, L (2019). Río de Oro, Santa Cruz de Tenerife: Idea
Extracto de la introducción:
He aquí la imagen que ofrecía de los nativos de la costa africana el teniente de Infantería de Marina Joaquín España en julio de 1894:
“Son pedigüeños, exigentes, vengativos, desconfiados y astutos; muy habituados al merodeo, la rapiña y el crimen. El ladrón más fino y que más crueldades cometa, goza gran fama entre ellos. […], el hombre y la mujer solo se unen aquí por el instinto ciego y destemplado de las pasiones, cuyas consecuencias solo ellas soportan, cuando ajadas por el trabajo y cargadas de hijos pequeños, se ven abandonadas de sus maridos, que sin ningún escrúpulo toman nueva esposa, a quien espera la misma suerte que a la cónyuge anterior”.
El autor de tan pormenorizada descripción física y psicológica de los saharauis de finales del siglo XIX acaba aconsejando a quienes visiten dichos territorios seguir el ilustrativo dicho: Del moro no te fíes ni veinticuatro horas después de muerto. Suponemos que, en modo alguno, dicho proceder era algo exclusivo de los autores españoles de la época sino que, más bien, fue la mecánica discursiva seguida por todo el entorno colonialista. Era evidente que la justificación del acto colonial, la ocupación del territorio del otro, debía pasar por su demonización y, sobre todo, por su deshumanización; lo cual se lograría mediante la creación de un Sonderweg, un camino particular, propio de esta nueva impronta que debía etiquetar a los vecinos de la otra orilla, y que no es otra que el exotismo, su exotización, es decir, fabricarlos de nuevo hasta que no se reconozcan ni ellos mismos. Con esta nueva imagen, y aunque no lo parezca, serán los bienvenidos pues, como decía Kundera de un personaje de Rabelais, “Y he aquí lo curioso: ese cobarde, ese perezoso, ese embustero, ese presuntuoso, no sólo no provoca indignación alguna sino que es, en ese momento de su fanfarronería, cuando más le queremos”. Esta misma imagen, que no es más que una conversión del otro en una especie de despreciable bufón con el objeto de permitirle ser aceptado de alguna manera, la podemos ver incluso en textos muy posteriores y aun cuando apenas el autor parece querer ofender, pues no hace más que “describir hechos”. Es el caso de la exquisita descripción ofrecida por González Álvarez de los caprichos y aficiones a los que era muy dado Jatri Yumani, representante saharaui en las Cortes Españolas de aquellos últimos años de la presencia de España en el Sáhara Occidental:
“Sus exigencias personales siempre han sido mínimas: comer y poder casarse una o dos veces al año (tiene cincuenta y cuatro años y cincuenta y seis mujeres). El dinero que recibía de España le permitía satisfacer ambas aspiraciones, ya que comprar una mujer no le costaba más de treinta mil pesetas, porque en el Sáhara14 aún se siguen comprando las mujeres, y en este terreno le gustan jóvenes, adolescentes, casi negras de tez y entraditas en carnes. No habla español, aplaude siempre y da carta de naturaleza a una peculiar sonrisa”.
Con la última frase resonando todavía y sus ecos repitiéndose en las cuatro esquinas de la memoria, se hace inevitable no acordarse del canon prescrito por Binyavanga Wainaina a la hora de aventurarse en la escritura sobre África, ya que no debemos olvidar que el Sáhara está en África. De esta manera, una de las recomendaciones que nos hace el escritor keniano es que al elegir nuestros personajes africanos deberíamos pensar en incluir a “políticos corruptos, guías de viaje ineptos y polígamos y prostitutas con las que usted ha dormido. El Sirviente Leal siempre se porta como un niño de 7 años y necesita mano firme”. Es obvio que cuando inferiorizamos a los otros, éstos acaban siendo inferiores; cuando los deshumanizamos acaban siendo tratados como “no humanos”, es decir, sin miramientos ni escrúpulos de ninguna índole: insultados y despreciados, ninguneados y humillados, y también golpeados, torturados y asesinados sin que atisbe el menor de los remordimientos, ni se alce la más débil voz por tan horribles acciones. La única voz que debe, y puede, oírse es la que apuntala y refuerza el discurso hegemónico que tiene como meta final apoderarse de las posesiones del otro, sus riquezas y sus territorios.